Queridos hermanos:
En el Año Jubilar bajo el lema “peregrinos de la esperanza”, estamos celebrando como presbiterio y junto al Pueblo de Dios la Misa Crismal, la cual ha sido precedida por una Celebración penitencial donde expresamos como comunidad sacerdotal el deseo de purificar nuestro corazón reconciliándonos con Dios a través de la Iglesia y renovando así nuestra vida a la luz de la Misericordia del Padre manifestada en Cristo crucificado.
En el Evangelio se nos narra que Jesús, luego de leer en la sinagoga de Nazaret al profeta Isaías, “…comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír” (Lc 4, 20-21).
No fue demasiado largo el tiempo que, en la vida de Jesucristo, separó el día, en que Él pronunció por vez primera estas palabras del día en que comenzó a cumplirse en Él la misión suprema de haber sido ungido, es decir, Aquel que tiene la plenitud del Espíritu del Señor, tal como expresó el Profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido..." (Is 61, 1).
Ahora, el Ungido, el Enviado, está en el final de su misión terrena. Se acercan ya las horas de los días espantosos y, a la vez, santos, en el curso de los cuales la Iglesia, cada año, acompaña, mediante la fe y la liturgia, el último Paso del Señor, su Pascua. Y lo hace, encontrando en Él siempre de nuevo el principio de la Vida que debía revelarse sólo mediante la muerte. Todo lo que había precedido a esta muerte del Ungido, fue solamente una preparación a esta única Pascua.
Nosotros también nos hemos reunido hoy, en esta Misa Crismal, para prepararnos a vivir los misterios de la vida de Cristo que se desarrollarán en la Semana Santa.
Los presbíteros y los diáconos, juntamente con el Obispo, celebramos la liturgia de la bendición del crisma, del óleo de los catecúmenos y del óleo de los enfermos. Esta liturgia constituye la preparación anual a la Pascua de Cristo, que vive en la Iglesia, comunicando a todos esa plenitud del Espíritu Santo a través de la unción.
Nos hemos reunido aquí para preparar, de acuerdo con el carácter propio de nuestro ministerio, la Pascua del Señor en la Iglesia. Todos recibimos su unción, desde el niño recién nacido hasta el venerable anciano gravemente enfermo que se acerca al fin de su vida. Cada uno participa en la misión consignada a toda la Iglesia por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, misión suscitada por obra del misterio pascual de Jesucristo. Por ello la unción y la misión son propias de todo el Pueblo de Dios.
Estamos, pues, aquí juntos para renovar las promesas que hicimos el día de nuestra ordenación, es decir el vínculo vivificante de nuestro sacerdocio con el único Sacerdote eterno, con Aquel "que hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre” (Ap 1, 6).
Estamos presentes, para prepararnos a descender juntos con Él al "abismo de la pasión", que se abrirá la próxima semana en el Triduo pascual, para experimentar contemporáneamente el sentido de nuestra indignidad y la infinita gratitud por el don del que participamos cada uno de nosotros.
Por eso estamos aquí para renovar los compromisos de nuestra fidelidad presbiteral, según las palabras del Apóstol Pablo: "… lo que se le pide a un administrador es que sea fiel” (1 Cor 4, 2).
Hemos sido ungidos, igual que todos nuestros hermanos y hermanas, con la gracia del bautismo y de la confirmación. Pero, además de esto, también han sido ungidas nuestras manos, con las cuales debemos renovar su propio Sacrificio sobre tantos altares de nuestra diócesis y del mundo.
¡Qué especial es la fiesta de hoy, en la que renovamos el día en el que hemos nacido cada uno de nosotros como sacerdote ministerial por obra del Ungido Divino!
Volvamos a leer las palabras del Profeta Isaías en la primera lectura que iluminan esta liturgia que estamos viviendo: "Y ustedes serán llamados “Sacerdotes del Señor”, se les dirá: “Ministros de nuestro Dios"… “Porque yo, el Señor les retribuiré con fidelidad y estableceré en favor de ellos una alianza eterna. Su descendencia será conocida entre las naciones, y sus vástagos, en medio de los pueblos: todos los que los vean, reconocerán que son la estirpe bendecida por el Señor” (Is 61, 6; 8-9).
Queridos hermanos: Que se cumplan realmente estas palabras en cada uno de nosotros y sobre nosotros.
Recemos particularmente por aquellos que han partido a la Casa del Padre en este último año: P. Bautista Carloni y el P. Julio Estrada…
Damos la bienvenida al P. Gustavo que se reincorpora a la pastoral de la diócesis luego de un año de servicio en el Santuario del Cura Brochero. Rezamos también por los cuatro diáconos que, si Dios quiere, serán ordenados sacerdotes a lo largo de este año.
Recemos también por los que han roto la fidelidad a la alianza con el Señor y a la unción de las manos sacerdotales.
Oremos y trabajemos por aquellos a los que Dios sigue llamando a ser sus ministros a fin de que respondan con generosidad a su llamada.
Qué María Inmaculada, Madre de los sacerdotes, nos acompañe proteja y ampare. Amén.
Mons. Adolfo Armando Uriona FDP, obispo de Villa de la Concepción del Río Cuarto