Martes 17 de junio de 2025

Documentos


Tedeum del 25 de Mayo

Homilía de monseñor Carlos José Tissera, obispo de Quilmes, durante el tedeum del 25 de Mayo (Iglesia catedral, 25 de mayo de 2025)

Hermanas y hermanos:

Venimos a alabar y dar gracias a Dios en el 215° aniversario del primer gobierno, y lo hacemos con lo que tradicionalmente llamamos: el Te Deum.

Este himno, el “Te Deum”, hunde sus raíces en una antigüa tradición de la Iglesia y ha servido en los momentos significativos de la historia argentina para unir a la comunidad en actitudes constructivas y superadoras. Nacido hace más de 1600 años, es un himno que acompañó la historia de los pueblos, ciudades y naciones en memorables acontecimientos.

El primer gobierno patrio de 1810, fue precedido por años de luchas y conquistas de los criollos de este suelo. Quilmes fue testigo de ello: en estas riberas desembarcaron los ingleses con la pretensión de ubicar los productos de sus fábricas que España les impedía, pero los valerosos criollos resistieron y vencieron, sin la ayuda de la alicaída Metrópoli hispana. Así fue creciendo el fervor patriótico que desembocó en un grito revolucionario el 25 de mayo de 1810.

El centro de la celebración de hoy, es la Palabra de Dios. Él nos habla, nosotros lo escuchamos y le respondemos con nuestra oración y con nuestra vida.

El evangelio nos presenta a Jesús en la última Cena, reunidos para comer el cordero pascual, anticipo misterioso de su entrega total en la Cruz, y quedándose presente desde entonces en el regalo de la Eucaristía, bajo las apariencias del pan y del vino. Recién hemos escuchado una parte del largo discurso que nos relata san Juan. Nos dice: “Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!”

Jesús ofrece su paz, y más adelante también prometerá la alegría. Paz y alegría son dos necesidades profundas del corazón: la seguridad y la intensidad, la serenidad y el entusiasmo. Pero la paz de Jesús no es la serenidad psicológica del que vive cómodo en su mundo y no se preocupa por nada. Su paz es otra cosa. Es la seguridad que dan su presencia y su amor en medio de las angustias y preocupaciones. Sabemos que le mismo Jesús padeció lo que es la angustia y alteraciones interiores. Por eso aclara cómo nos regala su paz: “no la doy como la da el mundo”. La paz y alegría que Jesús promete no brotan de las seguridades del mundo, sino del amor (Cfr. Víctor M. Fernández; “El evangelio de cada día”).

El que se deja amar por Jesús y reacciona amándolo y sirviendo al prójimo, encuentra la verdadera paz de su corazón, la paz que los intereses del mundo no nos pueden dar.

En este día no podemos olvidar al querido Papa Francisco, fallecido hace ya un mes. Sus homilías, cuando era arzobispo de Buenos Aires, en algunos de los tedeums del 25 de mayo, siguen siendo muy actuales. En el año 2006, comentó las Bienaventuranzas del Evangelio según san Mateo. 

Quisiera repetir sus palabras comentando las bienaventuranzas relacionadas con las palabras del Evangelio que escuchamos.

«“Felices los pacientes porque recibirán la tierra en herencia”. Es bueno recordar que no es manso el cobarde e indolente sino aquel que no necesita imponer su idea, seducir o ilusionar con mentiras, porque confía en la atracción -a la larga irresistible- de la nobleza. Por eso nuestros hermanos hebreos llamaban a la verdad “firmeza” y “fidelidad”: lo que se sostiene y convence porque es contundente, lo que se mantiene a lo largo del tiempo porque es coherente. La intemperancia y la violencia, en cambio, son inmediatistas, coyunturales, porque nacen de la inseguridad de sí mismo. Feliz por eso el manso, el que se mantiene fiel a la verdad y reconoce las contradicciones y las ambigüedades, los dolores y fracasos, no para vivir de ellos, sino para sacar provecho de fortaleza y constancia.

Desdichado el que no se mantiene mansamente en la verdad, el que no sabe en qué cree, el ambiguo, el que cuida a toda costa su espacio e imagen, su pequeño mundito de ambiciones. A éste -tarde o temprano- sus miedos le estallarán en agresión, en omnipotencia e improvisación irresponsable. Desdichado el vengativo y el rencoroso, el que busca enemigos y culpables sólo afuera, para no convivir con su amargura y resentimiento, porque con el tiempo se pervertirá, haciendo de estos sentimientos una pseudo-identidad, cuando no un negocio. ¿Cuántas veces hemos caído los argentinos en la “malaventuranza” de no haber sabido conservar tal mansedumbre? En la “malaventuranza” del internismo, de la constante exclusión del que creemos contrario, de la difamación y la calumnia como espacio de confrontación y choque. Desdichadas actitudes que nos encierran en el círculo vicioso de un enfrentamiento sin fin. ¿Cuántos de estos caprichos y arrebatos de salida fácil, de “negocio ya”, de creer que nuestra astucia lo resuelve todo, nos ha costado atraso y miseria? ¿No reflejan acaso nuestra inseguridad prepotente e inmadura?

Felices, en cambio, si nos dejamos convocar por la fuerza transformadora de la amistad social, ésa que nuestro pueblo ha cultivado con tantos grupos y culturas que poblaron y pueblan nuestro país. Un pueblo que apuesta al tiempo y que conoce la mansedumbre del trabajo, el talento creativo e investigador, la fiesta y la solidaridad espontánea, un pueblo que supo ganar o “heredar la tierra” en la que vive.

Este es el verdadero trabajo por la paz, como dice otra de las Bienaventuranzas: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”; el que incluye y recrea, el que invita a convivir y compartir aun a los que parecen adversarios o son extranjeros. El que piensa del otro: éste no puede ser sino ‘hijo de Dios’; hijo de lo alto en su fe e hijo de esta tierra en su cultura. La paz comienza a afianzarse cuando miramos al otro como hijo de Dios, como hijo de la Patria. Por eso decimos hoy: felices aquellos de nuestros mayores que trabajaron por la paz para nuestros pueblos y se dejaron pacificar por la ley, esa ley que acordamos como sistema de vida y a la que una y otra vez debemos volver a poner en lo más alto de nuestros corazones.

¡Pobre el que burla la ley gracias a la cual subsistimos como sociedad! Ciego y desdichado es, en el fondo de su conciencia, el que lesiona lo que le da dignidad. Aunque parezca vivo y se jacte de gozos efímeros ¡qué carencia! La anomia es una “malaventuranza”: esa tentación de “dejar hacer”, de “dejar pasar”, ese descuidar la ley, que llega hasta la pérdida de vidas; esa manera de malvivir sin respetar reglas que nos cuidan, donde sólo sobrevive el pícaro y el coimero, y que nos sumerge en un cono de sombra y desconfianza mutua. Qué dicha en cambio siente uno cuando se hace justicia, cuando sentimos que la ley no fue manipulada, que la justicia no fue sólo para los adeptos, para los que negociaron más o tuvieron peso para exigir, ¡qué dicha cuando podemos sentir que nuestra patria no es para unos pocos! Los pueblos que a menudo admiramos por su cultura, son los que cultivan sus principios y leyes por siglos, aquellos para los cuales su ethos es sagrado, a pesar de tener flexibilidad frente a los tiempos cambiantes o las presiones de otros pueblos y centros de poder.

Qué desventurados en cambio somos cuando malusamos la libertad que nos da la ley para burlarnos de nuestras creencias y convicciones más profundas, cuando despreciamos o ignoramos a nuestros próceres o al legado de nuestro pasado, cuando incluso renegamos de Dios, desentendiéndonos de que en nuestra Carta Magna lo reconocemos “fuente de toda razón y justicia”. El maduro acatamiento de la ley, en cambio, es el del sabio, el del humilde, el del sensato, el del prudente que sabe que la realidad se transforma a partir y contando con ella, convocando, planificando, convenciendo, no inventando mundos contrapuestos, ni proponiendo saltos al vacío desde equívocos vanguardismos.

Éste el camino de los justos; el que emprenden los que tienen hambre y sed de justicia y que, al vivirla, “ya son saciados” como nos dice el Evangelio: “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. Feliz el que cultiva el anhelo de esa justicia que tanto procuramos a lo largo de nuestra historia; anhelo que posiblemente nunca se saciará por completo, pero que nos hace sentir plenos al entregarnos en pos de la mayor equidad. Porque la justicia misma estimula y premia al que arriesga y se desgasta por ella y da oportunidad al que trae esfuerzos genuinos y sólidos. Feliz el que practica la justicia que distribuye según la dignidad de las personas, según las necesidades que esta dignidad implica, privilegiando a los más desprotegidos y no para los más amigos. Feliz el que tiene hambre y sed de esa justicia que ordena y pacífica, porque “pone límites a” los errores y las faltas, no las justifica; porque contesta el abuso y la corrupción, no la oculta ni encubre; porque ayuda a resolver y no se lava las manos, ni hace leña del árbol caído. Felices nosotros si la apelación a la justicia nos hace arder las entrañas cuando vemos la miseria de millones de personas en el mundo”.

Desdichados en cambio si no nos quema el corazón ver cómo en las calles, en las mismas puertas de las escuelas de nuestros hijos, se comercian drogas para destruir generaciones, convirtiéndolas en presa fácil del narcotráfico o de los manipuladores de poder. Desdichados porque se paga muy caro el drenaje de la cultura hacia lo superficial y el escándalo marketinero, (expresiones de desprecio de la vivencia espiritual que buscan avivar el vacío); se pagan muy caro la mentira y la seducción demagógica para transformarnos en simples clientes o consumidores. Abramos los ojos, no es esclavo el que esta encadenado, sino el que no piensa ni tiene convicciones. No se es ciudadano por el solo hecho de votar, sino por la vocación y el empeño construir una Nación solidaria».

En este 25 de mayo, al recordar a grandes próceres, no podemos olvidar a este argentino, que como muchos grandes hombres de la patria, fue criticado y maltratado desde las grandes columnas periodísticas, como por tantos que se hicieron eco de las opiniones de los que se sintieron afectados en sus mezquinos intereses ante la prédica evangélica del Papa, que seguramente pasará a la historia como el Papa de los pobres y de los sin voz, anunciando al mundo entero “la alegría del Evangelio”.

En este Año Santo de la Esperanza, hermanas y hermanos, dando gracias a Dios por ser sus criaturas, le pedimos ser constructores de la Patria con hambre de justicia y de paz, sedientos del amor que hace firme nuestra esperanza.

La Virgen de Luján, esperanza del pueblo argentino, nos acompañe en el caminar.

Mons. Carlos José Tissera, obispo de Quilmes